No sabe cómo, cuándo ni por dónde llegó. Explorando con la mirada tampoco alcanza a ver las dimensiones del espacio; desconoce la altura de los muros y el largo de sus pisos e incluso los techos parecen disolverse entre cortinas humeantes de nubes pesadas. Conforme avanza en el espacio se comienzan a apreciar los detalles más nítidos de los aletargados rastros que dejan sus habitantes, y en ese, el vaivén de las secuencias orgánicas se vislumbra un mecanicismo discreto, quizá de milenios o incluso de eras. En esa nebulosa de ambigüedad soñar es comprender, solo así es que se puede transitar por las praderas corales de espumas vertiginosas. Ángeles transfigurados alientan al viajero como huéspedes de su piel mientras máquinas inconcebibles transportan carga en todas direcciones. Temporalidades se unen en un solo instante y es ahí cuando la energía se concentra en un vacío etéreo sumamente pequeño e insignificante. En esta ciudad la transformación es una condición inefable adentrarse en la profundidad catártica del eterno retorno: ahí se extingue el ardor remanente del flujo continuo de las cosas.